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El cuento sin nombre

 

Había una vez una niña de unos 9-10 años que pensaba que era la niña más feliz del mundo. Era hábil en los estudios, le gustaba la música, también tocaba el violín…

Estaba apuntada en deporte escolar. Pero esta niña feliz recibía unos mensajes inadecuados a su alrededor: algunos compañeros y compañeras de clase le pusieron el mote de “boliche de manteca”; el entrenador de fútbol la ponía de defensa, porque el balón le rebotaba encima; en el curso de danza la usaban como modelo para hacer los trajes, porque ella era la más corpulenta, y el Jueves Gordo siempre le decían “felicidades”.

Sin embargo, esos mensajes crueles no le importaban. Ella era feliz de ese modo, incluso con michelines.

Tres mensajes le bullían alrededor queriendo entrar en su corazón, tal y como las mariposas nocturnas quieren entrar de noche en una casa llena de luz: “aunque tú te sientas bien, no estás bien. Para estar bien debes perder peso. Si no pierdes peso, no serás una persona de provecho”. Nuestra niña feliz, sin embargo, no abrió las ventanas de su corazón.

Pero cuando llegó el examen médico de quinto curso, el médico le dijo que debía perder 9 kg. Si él lo dijo, debía ser verdad. La niña lo tomó en serio y si no fueron 9 sí logró bajar unos 6. Pero, eso sí, hizo un gran esfuerzo. Tuvo que aprender a comer verduras, los fines de semana su madre la acompañaba a pasear. Cuando pasaban frente a una pastelería, al mirar por el cristal su madre le decía: “Tú piensa que están hechos con puerros”.

Bajó de peso, y aún así, continuó siendo bastante feliz. Se quería a sí misma.

En los cursos séptimo y octavo sufrió una temporada de bullying, de lo que tanto se oye hablar hoy en día: amenazas mediante llamadas telefónicas, pedradas, desprecios…; a partir de ahí no fue nunca más la misma. Aquella chica tan feliz empezó a ver el pequeño monstruo del odio. Después de las vacaciones de verano, al comienzo de curso siempre se decía a sí misma que debía cambiar, que debía ser una persona mejor; pero seguía igual. A consecuencia de ello, el odio se convirtió en un monstruo enorme.

Cuando cumplió 15 años, después de las vacaciones, otra vez se juró a si misma que iba a cambiar: que era asquerosa y que no podía seguir así. Para cambiar, decidió que debía bajar de peso, y ahí es donde empezó el camino del infierno.

Desde el momento en el que empezó a perder peso empezó a ir cuesta abajo: cuando tenía 18 años había bajado de los 53 a los 39 kilos. Entonces le llegó el tiempo de empezar en la universidad. Fue a estudiar fuera. Allí, comía medio pepino para almorzar y la otra mitad para cenar. También podía comer 3 chicles al día, porque en total eran 9 kilocalorías. Eso si, si comía un chicle más… ¡se acabó!

Para esa época ya había perdido la menstruación y fueron preocupados con los padres al ginecólogo. Hay que decir que en esa época la anorexia no era demasiado conocida, y, por lo tanto, a sus padres no les pasó aquello por la cabeza. En el pueblo se dijo incluso que tenía el sida… Menos mal que el ginecólogo lo aclaró todo: tenía anorexia, pesaba 37 kg y había que hacer algo.

Nuestra protagonista aceptó en seguida la situación, ella no estaba bien: tenía problemas para dormirse (conseguía dormir solamente 2 horas), unos dolores de estómago terribles. La que fue una estudiante tan buena no podía retener nada nuevo en la cabeza… Y entonces decidió que quería curarse.

Aunque la decisión estaba tomada, el monstruo interior ya se había convertido en diablo, y mes y medio más tarde tuvieron que ingresarla con 30 kg, es decir, con 7 kg menos.

Estuvo 3 meses en una unidad psiquiátrica luchando contra el diablo, o quizá debiera decir contra los diablos; porque aquel sitio no era, definitivamente, el cielo. Esas semanas pasadas en el infierno podrían dar para un cuento o novela…, pero lo dejaremos para otra ocasión. En sus pesadillas muchas veces se le aparecía la propia Muerte, y en las últimas aparecía con un contrato entre sus manos. Y nuestra chica lo firmó sin pensarlo dos veces, firmó aquel contrato abusivo de la Muerte sin mirar la letra pequeña: “Voy a curarme, sí, esta vez no iré con la Muerte. Pero cumpliré su ley: para que una se salve, le dejaré que se lleve a dos personas”. En la letra pequeña, los nombres de esas dos personas.

Salió del ingreso con 12 kilos más, en el límite… y así se mantuvo otros dos años. Los peligros de estar en el límite son muy grandes, el peligro de volver a caer en cualquier momento, de caer o estancarse en ese límite… Pero su familia quería que se curase (ella también, claro, o no…), y con unas pequeñas trampas logró convencer a su gente de que pesaba más. Cuando se iba a pesar, iba con tres pantalones, 4 jerséis, trozos de 2-3 kilos de hierro en los bolsillos… y después de haber bebido casi un litro de agua.

Ya que “ganó” peso, después de haber pasado 2 años desde el ingreso el psiquiatra que llevaba el caso le dio el alta.

Y ese día en el que le dieron el alta, el gallo cantó mucho más temprano que de costumbre; también los perros estuvieron ladrando continuamente, y pasaron mariposas negras volando a su lado. Todos ellos anunciando la presencia de la Muerte. Pero cuando estamos llenos de alegría, ¿quién se da cuenta de eso?

Cuando el coche que traía de vuelta a sus padres de la consulta tuvo el accidente, la chica lo comprendió entonces: acababa de saldar la deuda que tenía con la Muerte.

Muchas Gracias a Izaskun Egiguren Imaz [iegigurenimaz @ hotmail.com] por la traducción. A Maite Franko, por darle forma de cuento; a Aintzane Irizar, por darme el último empujoncito para hacerlo público y como no a  Leticia Garces, que si no hubiera sido por ella no lo hubiera escrito nunca.

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